La eternidad es omnipresente, pero creemos que todo comienza con el nacimiento y termina con la muerte.
¿No es la transición del invierno a la primavera un nuevo comienzo y la transición del otoño al invierno su fin? ¿No termina el año del calendario en Diciembre para comenzar de nuevo en Enero?
El final de un año en el calendario no es el fin de la existencia, así como el final de un ciclo de vida, ya sea de un ser humano, de un insecto, de un animal, de un lago, de un planeta o incluso del universo, no significa el fin de la vida.
La vida y el tiempo, como categorías absolutas, son inaccesibles a la experiencia subjetiva. El hecho es que el tiempo existía antes de que yo naciera y existirá después de mi muerte. Lo mismo ocurre con la vida. Y yo, aunque existo en el tiempo entre el nacimiento y la muerte, también existo en el tiempo y la vida eterna.
La consciencia que reduce la percepción del tiempo desde la eternidad a la secuencia de acontecimientos entre el nacimiento y la muerte, reduce la existencia del alma al cuerpo, el amor al sexo, el universo al azar, Dios a la nada, y el sentido de la vida a la búsqueda frenética de placeres fugaces.
Todos nuestros logros políticos, económicos, tecnológicos y mentales son producto de tal consciencia, por lo que la civilización que los dio a luz está condenada a morir, como todo hombre común, a pesar de su riqueza, poder, honor, fama y otros logros. Desde el punto de vista de la eternidad, el fin de una civilización perdida es inevitable y no es más trágico que la muerte de una hormiga.
«¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero y perder su alma?». Perder el alma es una verdadera tragedia, y saberlo es el único éxito.
Por ello, el Vedanta-sutra, el tratado filosófico más antiguo sobre el tópico de la eternidad, comienza con el aforismo «athato brahma jijñasa».
«Ahora es el momento de hacer preguntas sobre la Verdad Absoluta».