Nuestros sentidos y nuestra capacidad de pensar y sacar conclusiones no son suficientes para reconocer la vida en toda su profundidad. Vivimos muy condicionados por la felicidad y el sufrimiento material, a tal punto que nos hemos vuelto incapaces de entender las causas y los principios originales del funcionamiento del mundo.

El conocimiento que no viene de dicho estado condicionado, sino que se manifiesta a través de las escrituras, maestros y santos, llevándonos a una serie espontánea de epifanías personales, se llama revelación. Bajo su luz, podemos experimentar una realidad espiritual eterna y una realidad material temporal siempre cambiantes, con las cuales nos relacionamos a través del alma eterna y el cuerpo mortal.

La vida humana puede alcanzar la perfección siguiendo con sinceridad el camino enseñado por las escrituras y la práctica trazada por los maestros y santos, construyendo así una relación consciente con lo transitorio y lo eterno.

Conocer a Dios como el origen de toda existencia, y a uno mismo como Su sirviente eterno, es la base de una espiritualidad auténtica libre del dogma y el fanatismo religioso. La espiritualidad, así concebida, alcanza su perfección en el amor puro por Dios, el respeto por la creación y la compasión por todas sus criaturas.

Todos vivimos de acuerdo con nuestra conciencia y variedad de creencias. Sin embargo, para lograr una convivencia respetuosa y justa, es necesaria la moral y las leyes seculares. Seguir estas leyes es el deber, conocer la moral es educación, y la fe es un regalo.

La fe está libre de condiciones materiales y nadie puede imponerla ni arrebatarla.